martes, 18 de octubre de 2011

ITACA

ÍTACA.

Cuando emprendas tu viaje hacia Ítaca
debes rogar que el viaje sea largo,
lleno de peripecias, lleno de experiencias.
No has de temer ni a los lestrigones ni a los cíclopes,
ni la cólera del airado Posidón.
Nunca tales monstruos hallarás en tu ruta
si tu pensamiento es elevado, si una exquisita
emoción penetra en tu alma y en tu cuerpo.
Los lestrigones y los cíclopes
y el feroz Posidón no podrán encontrarte
si tú no los llevas ya dentro, en tu alma,
si tu alma no los conjura ante ti.
Debes rogar que el viaje sea largo,
que sean muchos los días de verano;
que te vean arribar con gozo, alegremente,
a puertos que tú antes ignorabas.
Que puedas detenerte en los mercados de Fenicia,
y comprar unas bellas mercancías:
madreperlas, coral, ébano, y ámbar,
y perfumes placenteros de mil clases.
Acude a muchas ciudades del Egipto
para aprender, y aprender de quienes saben.
Conserva siempre en tu alma la idea de Ítaca:
llegar allí, he aquí tu destino.
Mas no hagas con prisas tu camino;
mejor será que dure muchos años,
y que llegues, ya viejo, a la pequeña isla,
rico de cuanto habrás ganado en el camino.
No has de esperar que Ítaca te enriquezca:
Ítaca te ha concedido ya un hermoso viaje.
Sin ellas, jamás habrías partido;
mas no tiene otra cosa que ofrecerte.
Y si la encuentras pobre, Ítaca no te ha engañado.
Y siendo ya tan viejo, con tanta experiencia,
sin duda sabrás ya qué significan las Ítacas.


Constantino Petrou Cavafis (1863-1933) es una de las figuras literarias más importantes del siglo pasado y uno de los mayores exponentes del renacimiento de la lengua griega moderna.
Periodista y funcionario, publicó relativamente poco en vida, aunque tras su muerte su obra cobró paulatinamente influencia. Su atípica temática —fuertemente urbana e introspectiva, y sin tapujos acerca de la orientación homosexual han ralentizado su aceptación, aunque a partir de los años sesenta lo convirtieron en un icono de la cultura gay y uno de los mejores poetas griegos modernos.

Muy influido por los parnasianos y simbolista franceses, su obra es de una radical autoexigencia (algo que nos recuerda a J.R. Jiménez): corregía una y otra vez sus versos para lograr esa perfección clásica (algunos poemas fueron relaborados por espacio de diez años). Escribió sólo ciento cincuenta y cuatro poemas que consideró acabados porque existen otras composiciones suyas que a su juicio no lograban su forma definitiva.

Su obra recrea de forma fascinante la atmósfera decadente de tiempos pasados con un fuerte realismo (Bizancio, Roma) en memorables poemas como Esperando a los bárbaros o El dios abandona a Antonio, llenos de nostalgia y de miedo a lo desconocido. También gozan de merecido reconocimiento los poemas eróticos que hablan de amores furtivos en los que la atracción se mezcla con el sentimiento cristiano de la culpa; o aquellos otros que hablan de la impotencia ante el irreparable paso del tiempo que arruina la belleza de los cuerpos.
Su huella es muy evidente en nuestras letras y alcanza a varias generaciones poéticas: Luis Cernuda, Jaime Gil de Biedma, Luis Antonio de Villena, José María Álvarez o los autores de la poesía de la experiencia actuales (Luis García Montero, Carlos Marzal o Luis Felipe Reyes).
Kavafis fue también una figura influyente en la novela inglesa. El narrador británico Lawrence Durrel lo tiene bien presente en su famoso Cuarteto de Alejandría y su poema Esperando a los bárbaros es fundamental en la concepción de la novela homónima del escritor sudafricano, y premio novel, J. M. Coetzee.
Sobre el poema que aquí reproducimos, un verdadero himno para los que nos consideramos navegantes herederos de Odiseo, hay que recordar que el músico Lluis Llac compuso un disco y un largo y maravilloso tema titulada Viatge a Itaca que puede que sea un deslumbrante descubrimiento para nuestros oídos.

lunes, 17 de octubre de 2011

El canto de las sirenas (I): Clarice Lispector


No ha resultado sencilla la decisión. Dedicar una sección a las escritoras parece una forma de discriminación (en nuestro caso, positiva, claro está), pero queríamos dar una relevancia especial a todas esas autoras que salvando todos los obstáculos habituales, más los propios de su condición femenina, nos han dejado páginas maravillosas que deberíamos recordar y celebrar. Sus voces son tan necesarias como sugestivas, un canto de sirenas que nos seducen y arrastran hacia nuevos mundos. Al contrario de lo que sucedía con los navegantes homéricos, nosotros avanzaremos hacia ellas sin ataduras, sin mordazas ni vendas, con los ojos bien abiertos y el oído atento a su música.

Os presentaré a nuestra primera invitada de un modo inusual. Aquí tenéis piezas de su vida y de su personalidad para que recompongáis su imagen.

Publicó su primera novela a los 17 años, titulada "Cerca del corazón salvaje". Este libro fue una auténtica revelación, por la innovadora forma en que estaba escrito, por su estilo modernista y por la juventud de la autora. Se le comparó entonces con Joyce o Woolf

Escribía una columna semanal en el periódico "Jornal do Brasil", lo que la hizo más conocida entre el público lector.Era una persona poco común: Se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf".
















Era una persona poco común: Se parecía a Marlene Dietrich y escribía como Virginia Woolf".

Alguien dijo de ella: "Si Kafka fuera una mujer; si Rilke fuera una escritora brasileña judía nacida en Ucrania; si Rimbaud hubiera sido una madre, y hubiera llegado a cumplir 50 años; si Heidegger hubiera sido capaz de dejar de ser alemán...”


Es hija de refugiados judíos que huyeron de Ucrania y según parece Clarice nació con el nombre de Hala Lispector el 10 de diciembre de 1920, durante el viaje de emigración que sus padres estaban realizando a América. A los dos meses de edad llegó a Brasil y es entonces cuando sus padres deciden cambiar su nombre por otro más común en este país.

Escribió su primera obra de teatro a los 10 años y a los 11 envió unos cuentos a un diario, que rechazó su publicación alegando que sólo trataban de sensaciones sin que existiera una historia.

Se casó con un diplomático, debido a ello vivió 15 años fuera de Brasil, lo que angustiaba a Clarice. Tuvo dos hijos y finalmente se divorció.

Sufrió quemaduras graves sobre todo en la mano derecha (con la que escribía habitualmente) al dormirse mientras fumaba. No obstante, esto no le impidió seguir escribiendo.

Escribía con la máquina de escribir sobre sus piernas para no perder el contacto con sus hijos cuando eran pequeños.

Para que os acerquéis a su mundo, os dejo este estupendo relato que espero que os sirva de estímulo.

Perdonando a Dios

Iba andando por la avenida Copacabana y miraba distraída los edificios, la franja del mar, las personas, sin pensar en nada. No me había dado cuenta aún de que en realidad no estaba distraída, de que era un momento de atención sin esfuerzo, de que yo era una cosa muy rara: era libre. Veía todo, y sin motivo. Sólo poco a poco empecé a advertir que estaba percibiendo las cosas. Entonces mi libertad sin dejar de ser libertad, se intensificó un poco más. No se trataba de un tour de propiétare, nada de aquello era mío ni yo lo deseaba. Pero creo que me sentía satisfecha con lo que veía.

Entonces tuve una sensación de la que no había oído hablar nunca. Por puro cariño me sentí madre de Dios, que era la tierra, el mundo. Por puro cariño, así de simple, sin prepotencia ni gloria alguna, sin el menor sentimiento de superioridad o igualdad, yo era por cariño la madre de lo que existe. Supe también que si lo que yo sentía “hubiese sido cierto” –y no posiblemente una equivocación del sentimiento–, Dios se habría dejado querer sin ningún orgullo, sin ninguna pequeñez y sin ningún compromiso conmigo. Le habría parecido aceptable la intimidad con la que yo le daba cariño. Para mí el sentimiento era nuevo, pero muy real, y no se había presentado antes porque no había sido posible. Sé que se ama lo que Dios es. Con amor grave, con respeto, miedo, reverencia. Pero nunca me habían hablado de sentir por Él un cariño maternal. Y así como mi cariño por un hijo no lo reduce, incluso lo agranda, ser madre del mundo no hacía mi amor menos libre.

Y fue entonces cuando casi pisé una enorme rata muerta. En menos de un segundo estaba erizada por el terror de vivir, de menos de un segundo estallaba entera de pánico y controlaba como podía mi grito más profundo. Corriendo casi de miedo, ciega entre la gente, acabé en la otra manzana aferrada a un poste, cerrando violentamente los ojos, que no querían ver más. Pero la imagen se filtraba por los párpados: una gran rata rubia, de enorme cola, con las patas aplastadas, y muerta, quieta, rubia. Tengo un miedo desmesurado a las ratas.

Toda estremecida, logré seguir viviendo. Seguí andando, perpleja, con la boca infantilizada por la sorpresa. Intenté cortar la conexión entre los dos hechos: lo que había sentido minutos antes y la rata. Pero era inútil. Los vinculaba por lo menos la contigüidad. Ilógicamente, ambos hechos tenían un nexo. Me horrorizaba que una rata hubiera sido mi contrapunto. Y de pronto me invadió la rebeldía: ¿entonces yo no podía entregarme desprevenida al amor? ¿Qué quería Dios hacerme recordar? No soy de esas personas que necesitan que les recuerden que dentro de todo esta la sangre. No sólo no olvido la sangre de adentro sino que la admito y la quiero, demasiado soy la sangre como para olvidar la sangre, y para mí la palabra espiritual no tiene sentido. No hacía falta arrojarme una rata a la cara desnuda. No en ese instante. Bien se podría haber tenido en cuenta el pavor que me alucina y persigue desde pequeña, las ratas ya se habían reído de mí, en el pasado del mundo las ratas ya me habían devorado con impaciencia y con rabia. ¿Pero entonces era así? ¿Yo andaba por el mundo sin pedir nada, sin necesitar nada, amando con puro amor inocente, y Dios que me enseña su rata? La grosería de Dios me hería y me insultaba. Dios era un bruto. Mientras caminaba cpn el corazón cerrado, sentía una decepción tan inconsolable como sólo había sentido cuando niña. Seguí caminando, trataba de olvidar. Pero sólo se me ocurría vengarme. ¿Pero qué venganza podría tomarme yo contra un Dios todopoderoso, que hasta con una rata aplastada podía aplastarme? La mía era una vulnerabilidad de criatura sola. En mi deseo de venganza no podía siquiera enfrentarme con Él porque no tenía ni idea de dónde estaba. ¿Cuál sería la cosa en donde Él ya no estaba que yo, mirándola con rabia, fuese capaz de ver? ¿La rata? ¿Aquella ventana? ¿Las piedras del suelo? Era en mí en donde Él ya no estaba. Era en mí en donde ya no lo veía.

Entonces se me ocurrió la venganza de los débiles. ¿Ah, sí? Pues entonces, en vez de guardarme el secreto, lo contaré. Sé que entrar en la intimidad de Alguien y después contar los secretos es innoble, pero yo voy a contar –no cuentes, aunque sólo sea por cariño no cuentes, guárdate para ti sola las miserias de Dios–, sí, voy a contar, voy a difundir lo que me pasó, esta vez no va a quedar así, voy a contar lo que Él hizo, voy a arruinarle la reputación.

pero a lo mejor fue porque el mundo mismo es rata, y para la rata había yo pensado que también estaba preparada. Porque me imaginaba más fuerte. Porque hacía del amor un cálculo matemático equivocado: pensaba que, sumando las comprensiones, amaba. No sabía que es sumando las incomprensiones como se ama verdaderamente. Porque sólo por haber sentido cariño pensé que amar era fácil. Y porque rechacé el amor solemne, sin comprender que la solemnidad ritualiza la incomprensión y la convierte en ofrenda. Y también porque siempre, siempre, he sido muy peleadora, mi modo es pelearme. Y porque siempre intento llegar a mi modo. Y porque todavía no sé ceder. Y porque en el fondo quiero amar lo que yo amaría, no lo que es. Y porque todavía no soy yo misma, y por lo tanto el castigo es amar un mundo que no es él mismo. Y también porque me ofendo sin razón. Y porque acaso necesito que me hablen con brutalidad, pues soy muy testaruda. Y porque soy muy posesiva, y entonces empecé a preguntarme si no quería también la rata para mí. Y porque sólo podré ser la madre de las cosas cuando sea capaz de agarrar una rata con la mano. Sé que nunca seré capaz de agarrar una rata sin morir de mi peor muerte. Usé yo entonces el magnificat que se entona a ciegas sobre aquello que no se conoce ni se ve. Y usé yo el formalismo que me aparta. Porque el formalismo no a herido mi simplicidad sino mi orgullo, pues es por orgullo de haber nacido que me siento tan íntima del mundo, pero de este mundo que ya extraje de mí con un grito mudo. Porque la rata existe tanto como yo, y quizá ni yo ni la rata seamos para ser vistas por nosotras mismas, quizá la distancia nos iguale. Quizá antes que nada yo tenga que aceptar esta naturaleza mía de querer la muerte de una rata. Quizá me crea harto delicada sólo porque no cometí mis crímenes. Sólo porque contuve mis crímenes creo que mi amor es inocente. Quizá no pueda mirar la rata mientras no pueda mirar sin lividez esta alma mía apenas contenida. Quizá tenga que llamar “mundo” a esta forma mía de ser un poco de todo. ¿Cómo puedo amar la grandeza del mundo si no puedo amar el tamaño de mi naturaleza? Mientras imagine que “Dios” es bueno por el solo hecho de que yo soy mala, no estaré amando nada: apenas será una forma de acusarme. Yo, que sin siquiera haberme recorrido toda ya elegía amar a mi contrario, y a mi contrario quiero llamarlo Dios. Yo, que jamás me habituaré a mí misma, pretendía que el mundo no me escandalizase. Porque yo, que de mí sólo obtuve no someterme a mí misma, pues soy mucho más inexorable que yo, pretendía recompensarme de mí misma con una tierra menos violenta que yo. Porque mientras ame a un Dios únicamente porque no me quiero a mí, seré un dado marcado y el juego de mi vida mayor no podrá realizarse. Mientras yo invente a Dios, Él no existirá.